Ayer comí con un amigo con el que suelo compartir, de vez en cuando, mesa y mantel y debate y análisis y desesperanza y alegría y risas. Se unió a nosotros, en el segundo plato, otro amigo que venía de hacer sus cosas, y con el que volvimos a repasar la actualidad, la portada de El País, las encuestas, las nocheviejas y también la vida. Al terminar de comer el rico y sencillo menú del día —después de hablar, entre otras cosas, de albanokosovares que resultaban ser búlgaros y vecinos, Mendicutti, Luis Antonio de Villena, y pomposas cenas de nochevieja que salen gratis— nos dirigimos a comprar los últimos regalos pendientes. En el camino, hablando de poesía, hubo unanimidad —la primera del día— en que no hay (casi) nadie como Ángel González. Busqué en la blackberry uno de sus poemas (la más increíble declaración de amor, sin aditivos, que hay sobre la faz de una hoja); mi amigo se quitó las gafas con la mano derecha —en, quizá, uno de sus más característicos gestos— y recitó Me basta así. Lo hizo bajito, pero ni la sirena de una ambulancia que pasaba en ese momento, ni el pegajoso ruido que todas las calles tienen en esta época, ni la portada de El País, ni las encuestas, ni las nocheviejas, ni la desesperanza, ni los análisis, pudieron callarlo; ni siquiera poner sordina. Qué gran alimento es saber que la poesía —como bien dijo Gabriel Celaya— es un arma cargada de futuro.
Me basta así
Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
—de esto sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso—;
entonces, si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando —luego— callas…
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta).
Ángel González