Perdí el olor de las flores y el alba por las mañanas. La ventana abierta trae el fresco y me alivia. Dejo enfriar el café y las moscas se posan en la taza dejando su rastro de excrementos. Pienso que debería matarlas a todas, pero sé que no es posible y desisto. Se siguen posando a pesar de mis amenazadores pensamientos. No hay telepatía entre ellas y yo. Como no la hay entre Ella y Yo. Si la hubiera, ayer las cosas habrían sido de otra manera. Elegí para mi espera las plazas más concurridas de la ciudad termal. Por ninguna de ellas se dignó a pasar. No apareció. Yo estaba allí. Yo la aguardaba. No apareció. Hasta ayer creía en la Teoría de la Feliz Casualidad. Pensaba que uno podía sentarse a esperar en una plaza a que una persona determinada apareciese, sin más. Como sucede en los peores relatos. Como debería haber ocurrido en éste. Soy indigno. ¿Se puede querer a alguien después de diecisiete años? ¿Se debe querer a alguien después de media vida? Amor territorial. Cruce de caminos. Tradición. Identidad. El destino. Ya no creo en nada de eso. No después de ayer. No después de lo que Ella me ha hecho. Ahora ya sé que soñar es una vida en balde. Ahora ya puedo usar la cursiva.
Lo hago:
La primera vez que mi mano buscó su sitio debajo de tus bragas tuve una sensación muy extraña, como si le estuviera metiendo mano a Galicia entera, a la historia, a todo nuestro entorno, a Vales, a tus abuelos y al mío, a tu madre y a mi padre; por suerte, la segunda vez ya pude concentrarme del todo en el dulce olor de tu sexo, todavía hoy lo recuerdo y no puedo evitar morderme los labios.