Cindy, mi favorita, es una joven de curvas rotundas y sonrisa gigante y clítoris de seda que se ganó su sitio aquí, en la selectiva y secreta Fundación en las afueras de Iowa, USA, al advertir las perturbadoras similitudes en los comienzos de Daisy Miller de Henry James y de For Esmé, With Love and Squalor de J.D. Salinger.
RODRIGO FRESÁN en La velocidad de las cosas
Cindy… Cindy… Cindy… Escucho su nombre y no puedo evitar respirar muy fuerte y de manera tan caótica como si acabase de terminar entre los puestos cuarto y séptimo una carrera de 100 metros lisos. Escucho su nombre —lo escucho de mi boca porque nadie más se atreve a decirlo—, Cindy, lo escucho y jadeo, siempre jadeo. No estuvo demasiado tiempo en mi vida, quizá lo justo, no lo sé, alguien debería preguntárselo a ella. ¿Qué voy a decir yo? Escribió la palabra fin en el momento en que debió hacerlo, porque yo no hubiera sido capaz: soy un cobarde congénito, ¿me hubiera gustado otro final? ¿En caso de haber existido tal final podría haberlo escrito alguien? No lo creo, nadie habría terminado con esto como lo hizo ella, Cindy… lo siento, escuchar su nombre y jadear es todo uno, ya sé que es delicado e inútil, pero es y no puedo hacer nada diferente.
Cindy es deliciosa, era, que ya no lo puedo asegurar, aunque espero que lo siga siendo, por ella y por su coño. No creo que se merezca otra cosa. Cindy es deliciosa, o era, ¿qué más da? Quizá sea la sonrisa más dulce que se haya visto nunca en un arenal repleto de rocas verdes y azules, rocas que han sido pintadas durante miles de años por el mar: el pintor más paciente. La sonrisa más dulce… Aún puedo contemplar despacio esa sonrisa, recrearme en ella. Aún puedo verla, detenida un instante, y yo sonriendo también: algo inevitable. Lo era antes, cuando su sonrisa estallaba a menos de diez centímetros de mis ojos, y es inevitable ahora cuando ni siquiera sé si seguirá viva. En realidad no me importa mientras sea capaz de dibujar su sonrisa tantas veces como quiera y así poder disfrutar de ella, casi como si la tuviese a menos de diez centímetros de mis ojos, unos ojos que la echan de menos, no les he preguntado pero lo sé —sólo tengo que mirarme en el espejo cuando dibujo su sonrisa en algún lugar imaginario situado justo entre dos puntos estratégicos del universo.
Cindy nunca supo nada de mi vida, yo tampoco de la suya, y esto no fue del todo por falta de curiosidad, fue también por falta de agallas para preguntar. No le gustaban las preguntas, las odiaba, así que las eliminé de mi cabeza. Eliminé todas, las que debería haberle hecho a ella y las que debería haberme hecho a mí, y por algún tiempo no obtuve respuestas, y no se vive mal así, de hecho se vive bastante mejor que con tanta jodida cuestión pendiente de resolver. Para alguna gente la vida es lo que pasa por delante de nuestra cara mientras enunciamos preguntas y obtenemos respuestas, y esa es una filosofía vital (?) tan nefasta como la de Stalin, Pinochet o Hitler, por nombrar a tres de los tipos más simpáticos que ha dado este mundo tan civilizado en el que vivimos, en el que morimos. Tengo una pregunta: ¿Se vive o se muere? Porque las dos cosas a la vez es imposible. Tenemos que elegir. ¿Estás aquí para vivir o para morir? Esta es la única pregunta aceptable que la gente debería hacernos, que nosotros mismos deberíamos hacernos. He escuchado en una canción que estaremos muertos por toda la eternidad, y me parece la verdad más absoluta e incuestionable que conozco.
Cindy, my love, Cindy, odioso nombre, ¿verdad? ¿Acaso se puede tener todo? Ni todo ni casi todo, en realidad no se puede tener ni mucho más que nada. Algo más que nada está bien. Es lo correcto. Ella tenía algo más que nada. Ella, Cindy, escucho su nombre y jadeo —ya siento el lamentable espectáculo—, ella era quizá bastante más que nada, aunque como digo tenía un odioso nombre. Quizá fue eso lo que me mantuvo siempre alerta: ese odioso nombre, porque si no, hubiera perdido del todo la batalla—ya dije antes que Cindy era deliciosa y que tenía la sonrisa más acogedora de todo el hemisferio norte—, hubiera tenido que rendirme, ondear bien alto la bandera blanca, escupir el orgullo que nunca fue mío, que fue de los demás, de esos desconocidos que no tuvieron la oportunidad, grata oportunidad aunque yo tenga que decir que para mí terminara siendo algo ingrata —a veces me contradigo—, la oportunidad de contemplar en paz la sonrisa extenuada de Cindy.
La conocí por mi amigo Rodrigo, que me la presentó una tarde en el bar de un hotel en Buenos Aires, creo que sabiendo lo que hacía. Esa tarde se convirtió en noche y esa noche se convirtió en mañana y Cindy aún seguía a mi lado como buena desconocida. Cuando desperté, a eso de las once, ella estaba medio dormida aún, y ahí fue cuando empezó a sonreír, y lo hacía tan bien, y le gustaba tanto, y a mí casi me cambió la vida, que ya no paró de hacerlo hasta hace un par de meses.
—No voy a decir nada más que adiós —susurró mientras abría muy despacio la puerta para que saliese de su casa. La obedecí porque sus ojos me lo pedían sinceros y además nunca me han gustado las escenas de despedidas, y ésta lo era, tan lamentable y liberadora como otras que seguro ocurrieron antes o las que quizá vendrán después. Al salir del portal miré hacia arriba y maldije durante doce segundos esta mierda de vida, pero justo en el segundo número trece sonreí, y lo hice con tanta determinación y seguridad que me desencajé la mandíbula, y por culpa de esa sonrisa en el segundo número trece no he podido cerrar la boca del todo nunca más… Cindy, escucho su nombre y jadeo.