No era la noche, era un complot

29 10 2010

Tengo indigestión literaria.

He descongelado un poco de caldo con el que he preparado una sopa de fideos. Luego he comido un yogur Danone Vitalínea Desnatado, natural.

La lluvia golpea con violencia los veluxes de mi buhardilla y hace tanto ruido que no escucho ni lo que sucede dentro de mi cuerpo. Mi mundo se viene abajo y yo soy el único superviviente.

Un tal Agustín Fernández Mallo me ha pedido que reflexione sobre unas fotografías. Recuerdo que en una aparecía Alfred Hitchcock señalando la casa de Psicosis; del resto me he olvidado a mitad de la sopa.

Hitchcock se atreve a cargarse a la protagonista a mitad de la película y le sale una obra maestra del entretenimiento y el horror de la que Perkins nunca pudo huir [Javier Ocaña, Cinemanía].

Como cada noche antes de irme a dormir, me asomo a la ventana para observar el hotel azul. Hay luz en la suite y eso me permite ver la silueta de un alienígena caracterizado como un hombre.

Decido seguirle el juego: Hay un hombre delgado en la suite. Hay un hombre delgado y feo en la suite. Hay un hombre delgado y feo en la suite que me mira con gesto amenazante a través del cristal de la ventana.



Me asusto y aparto la mirada. No era la noche, era un complot.





Paréntesis

29 09 2010

(Lesión. No es grave. Lesión. Afecta a más de la mitad de mis órganos vitales. Repito: no es grave. Trato de soltarme. Me suelto. Necesito respirar durante al menos dos lunas. Inspiro, expiro, inspiro, expiro y me doy cuenta de que estoy perdiendo movilidad en los dedos. ¿Será de estar todo el día tecleando en la puta Blackberry? No lo descarto. Eso me recuerda mi lesión. Ya lo dije: no es grave. Cada vez que me duele algo en el cuerpo creo que voy a morir. Cada vez que viajo en avión creo que voy a morir. Si me duele algo en el cuerpo mientras viajo en avión, ¿podré morir dos veces? ¿Y, al menos, creerlo? Las últimas horas han sido durísimas. Lo he probado todo para desintoxicarme. Ni yendo en bicicicleta con el viento sur golpeándome en la cara he conseguido quitarme de encima esta pegajosa sensación de moribundo. Me doy asco. Pena. Evito el contacto personal. No miro a la gente. No hay gente. No. Uff… Dios… Necesitaba esto. ¿Cómo he podido soportar el mono durante casi catorce mil palabras? Inspiro y expiro cada vez más fuerte. No me importa que alguien pueda estar escuchando al otro lado de la puerta. Oigo ruidos. No me importa. Yo sigo a lo mío. Repito en voz alta, con tan sólo un nanosegundo de dessincronización, las palabras que mis fatigados dedos aciertan a teclear. Estoy atrapado por la enfermedad. Lo sé. Y seguramente, a estas alturas, ya lo sabe más gente. Y ahora, como si tuviera pocos problemas, encima esta lesión. No es grave. Pero ¿cómo sé si no voy a morir justo ahora? ¿Hay alguna forma de adelantarme a la muerte y reírme de ella con una risa desencajada y cruel? ¿Alguien que haya muerto ya y que esté leyendo esto puede explicármelo? ¿Hay literatura más allá de la muerte? ¿Hay literatura más allá de la vida? ¿Hay vida más allá de la literatura? Al fin he llegado a la pregunta clave. Con un rodeo perverso, pero he llegado. ¿Hay vida más allá de la literatura? ¿Necesito salir de mi novela para poder vivir? ¿Es incompatible mi novela con mi vida? Quiero gritar. Grito: ¡Maldito Adorno y su Nuevo Imperativo Categórico! ¡Maldito seas! ¡Maldito Benjamin y su deber de memoria! ¡Malditos seáis los dos! ¡Dejadme en paz! La lesión se extiende. El setenta por ciento de mis órganos vitales no funcionan correctamente. Me paralizo. Temo reventar por dentro. Temo reventar por fuera. Temo mancharlo todo de sangre, memoria y ocurrencias. No me lo perdonaría nunca. Inspiro, expiro, inspiro, expiro y con la mano izquierda me froto los ojos como queriendo aliviar el dolor, pero no alivio nada y ahora veo aún peor la pantalla del ordenador. Tenía que hacerlo. No me arrepiento. Aunque me duela el cuello como nunca me ha dolido ninguna parte del cuerpo. Aunque no me circule la sangre por la pierna derecha. Aunque la lesión haya alcanzado ya a todos mis órganos vitales, salvo a uno. Un segundo… Ahora sé que masturbarse y morir son la misma cosa. Ahora lo entiendo todo. Cierro este paréntesis).





30 de marzo

26 09 2010

Me llamó la atención su apellido: Calamaro. Escucharlo y saber que había encontrado al compañero de aventuras ideal para mi primera noche porteña fueron un solo acto. En el bar sonaba El palacio de las flores, y al verme cantar cuidado con las palabras que terminan con ina, yo también quiero mucho a Argentina aunque nadie me preguntó si en Argentina quería nacer, donde el que no come se deja comer…, se me acercó con el cuento de que era primo de Calamaro y de ahí su apellido. Aún sabiendo que los dos somos heterosexuales no le creí. Fumaba. Fumaba sin parar, pero se le notaba incómodo. Me dijo que fuéramos a otro local, en el que al parecer no ponían pegas a los canutos. Voy a donde me digas, no conozco nada, Calamaro, le dije, ¿cuál es tu nombre?, le dije también, y no me contestó, Calamaro, llámame Calamaro, y acarició el llámame como si fuera la última palabra que le quedaba en la boca, me sentí bien, porque ya estaba a punto de irme al hotel y ahora, por el dichoso azar, porque la vida no es como el ajedrez, la vida es más como la rayuela (esa magia enredada en la vida cotidiana), tenía por delante un mundo desconocido, un guía y una necesidad: saber qué pasa cuando el aparato del Estado se va a dormir y la calle pertenece por completo a la gente. Dios es argentino, me dice gritando, como queriendo llamar mi atención sobre algo, Dios es argentino, y me explica que estuvo una vez en España, en Barcelona, durante el Fórum, que fue uno de los jóvenes diseñadores de su país que participaron en un proyecto expositivo que se llamó Dios es argentino, yo también visité el Fórum, le digo, pero no recuerdo esa exposición, pide otras dos cervezas y me explica que el diseño que más le gustó no fue el suyo, del que seis años después se arrepiente como de haber matado a un padre, sino el de una tal Cynthia Orensztajn, le da un sorbo a la Quilmes Imperial y me cuenta que el diseño de Cynthia llevaba por título Anagrama, y entonces Calamaro saca una pequeña libreta del bolsillo derecho de su pantalón y trata de reproducirlo:

El diseño de Cynthia resulta ser una pintada hecha con la técnica del stencil en una pared ajada, que inevitablemente trae a mi cabeza la imagen de Los lápices siguen escribiendo, y aprovecho para resumirle la historia de mi fotografía, de mi novela, de mi vida…; creo que el esfuerzo de síntesis acelera la acción de la cerveza y empiezo a marearme, miro a Calamaro y él está sonriendo, feliz por la coincidencia, y me pide que brindemos por todas las pintadas que hay en las paredes de Buenos Aires y repite varias en voz alta:
Reaparición en vida.
Están comprando tu felicidad, róbala.
Con las urnas al gobierno, con las armas al poder.
Si Evita viviera, sería montonera.
EE.UU. manda.
Come verdura.
Aunque nos echen hoy volveremos mañana.
Ricardo Darín es mi cuñado.
Basta de deshabilitar a los usuarios de droga.
Menem sos un cagón.
Acá viven dos sepulcros blanqueados.
Tengo ganas de culear.
Patria sí, Bush no.
Quiero vivir dos veces para poder olvidarte, te amo.
La moda rompe la cabeza a las mujeres.
Si éste no es el pueblo, el pueblo ¿dónde está?
La culpa la tiene el Vaticano.
Messi, haz eso en el Mundial.
¡Basta!, Calamaro, ¡Basta!, le digo, ya me hago una idea, además, tengo varios paseos pendientes por Buenos Aires y me gustaría que alguna pintada me sorprendiera, ¡no me las descubras todas!, y le dije eso porque no podía contarle la verdad: no me había gustado la pintada sobre Messi (a Leo ni tocar), pero no quería sacar el tema no fuera a ser que Calamaro se enfadara y diera por terminada nuestra recién estrenada amistad, así que pedí otras dos cervezas, perdí la cuenta de las que llevábamos, perdí un momento la consciencia, pedí a Calamaro que dejara de echarme el humo del canuto en los ojos y no lo hizo, perdí los nervios y le grité, pedí la cuenta y salí fuera, pedí un taxi y en lugar de darle la dirección del hotel le pregunté si podía llevarme a ver pintadas callejeras, no sé, igual hay una ruta, le dije, y el taxista sin mirarme en ningún momento murmuró algo que no pude descifrar, esperó a que me quedara dormido, dio unas cuantas vueltas por la ciudad y me despertó bruscamente cuando el taxímetro marcaba ya sesenta y dos pesos para anunciarme que estábamos llegando a la Plaza de Mayo, como si se me hubiera perdido a mí algo en la Plaza de Mayo, pagué la carrera y me bajé, creo que le grité boludo, pero no me oyó, menos mal… Entonces, mientras enfilaba el camino del hotel, me acordé de Calamaro y de lo que decía el stencil de Cynthia: Argentino es anagrama de ignorante, no un sinónimo.





No se me ha olvidado

18 09 2010

No se me ha olvidado. Aunque quieran. No se me ha olvidado. Conozco bien el lugar que ocupa cada letra en el teclado, y no me hace falta mirar hacia abajo para construir las palabras que necesito para escribir lo que pienso/lo que siento. Escucho música a todo el volumen que me permite la mierda de portátil del pleistoceno que se ha hecho fijo en mi vieja habitación. Escucho la misma música y me hago un café y siento la necesidad de crear y eso es bueno, muy bueno; para mí, pero también para todos.

Quiero ser tu derrota. Escribir sólo para ti. Quiero mentirte siempre. Quiero ser lo que de verdad te duele. He gritado estas verdades de otros por la ventana de mi habitación y ningún vecino me ha increpado por ello. Cobardes. No quieren problemas, aunque sé que les jode mi comportamiento. Al regresar, de madrugada, lo haré de nuevo, y si hay lío podré echarle la culpa al alcohol, que es un bonito atenuante. Odio las convenciones y las comunidades de vecinos abotargadas.

Abro un libro cualquiera por una página cualquiera y leo: Yo, Juan José Castelli, que escribí que un tumor me pudre la lengua, ¿sé, todavía, que una risa larga y trastornada cruje en mi vientre, que hoy es la noche de un día de junio, y que llueve, y que el invierno llega a las puertas de una ciudad que exterminó la utopía pero no su memoria? Es hora de encontrarme con alguno de mis fantasmas y bailar algún baile típico del norte de Europa, es hora de brindar con ellos por la eternidad de las palabras bien elegidas, es hora de emborracharme hasta perder la mitad de las letras de mi nombre… Todo para poder gritar que ha nacido una nueva vida.





Tan cierto, tan claro y tan breve.

1 09 2010

Tan cert, com que tu i jo som altres; tan cert, com que no hi ha res més.
Tan clar, com que la nit ens espera; tan clar, com que no ho fa per tothom.
Llavors, tan breu, com qui no espera resposta; tan breu, com qui sap el que diu. Ara, i aquí, t’estimo. T’estimo.

Mishima, Cert, clar i breu

Allí seguía. Como recién follada siempre. Con esa sonrisa tan suya que le alcanza asimétricamente la oreja derecha y la izquierda. Tarareando una canción sin sentido y moviendo los brazos, que parece que se le van a resquebrajar en cualquier momento, para seguir el ritmo. Allí seguía y yo a lo mío y ni rastro del sol. Nunca me ha interesado la información meteorológica; prefiero el desamparo de la sorpresa, que ya hay bastantes certezas en la vida. Me he enredado un instante en pensamientos que no me llevan a nada y que debería desterrar, pero tampoco en esto me agrada el control. Ya se irán, y si no, aquí estaré para enfrentarme.

Aquí sigo. Vuelvo a dar al play para escuchar esta canción de Mishima, y me pregunto si hay alguien que haya dicho tanto (o tan poco, según quién la escuche) en un minuto y nueve segundos, y lo haya dicho además con eco y en su lengua materna, porque esto último es, al final, lo verdaderamente complicado. Si mi madre se hubiera llamado Carme y yo hubiera nacido en un barrio de Barcelona, no sería capaz de empezar ningún texto con la letra de Cert, clar i breu, pero siendo como es, siendo así, no me cuesta nada hacerlo, es sencillo, no tengo nada que añadir: esto es lo fácil.

¿Aquí seguimos? Tan cierto, tan claro y tan breve. Tanto que hasta lo cantan los chicos de Manel.





Soñar es una vida en balde

31 07 2010

Perdí el olor de las flores y el alba por las mañanas. La ventana abierta trae el fresco y me alivia. Dejo enfriar el café y las moscas se posan en la taza dejando su rastro de excrementos. Pienso que debería matarlas a todas, pero sé que no es posible y desisto. Se siguen posando a pesar de mis amenazadores pensamientos. No hay telepatía entre ellas y yo. Como no la hay entre Ella y Yo. Si la hubiera, ayer las cosas habrían sido de otra manera. Elegí para mi espera las plazas más concurridas de la ciudad termal. Por ninguna de ellas se dignó a pasar. No apareció. Yo estaba allí. Yo la aguardaba. No apareció. Hasta ayer creía en la Teoría de la Feliz Casualidad. Pensaba que uno podía sentarse a esperar en una plaza a que una persona determinada apareciese, sin más. Como sucede en los peores relatos. Como debería haber ocurrido en éste. Soy indigno. ¿Se puede querer a alguien después de diecisiete años? ¿Se debe querer a alguien después de media vida? Amor territorial. Cruce de caminos. Tradición. Identidad. El destino. Ya no creo en nada de eso. No después de ayer. No después de lo que Ella me ha hecho. Ahora ya sé que soñar es una vida en balde. Ahora ya puedo usar la cursiva.

Lo hago:

La primera vez que mi mano buscó su sitio debajo de tus bragas tuve una sensación muy extraña, como si le estuviera metiendo mano a Galicia entera, a la historia, a todo nuestro entorno, a Vales, a tus abuelos y al mío, a tu madre y a mi padre; por suerte, la segunda vez ya pude concentrarme del todo en el dulce olor de tu sexo, todavía hoy lo recuerdo y no puedo evitar morderme los labios.





¿Tiempo de vida?

17 06 2010

Se necesitan muchos días sin oír al teléfono la voz de una persona para acostumbrarnos a su ausencia; se necesitan muchos días reprimiendo el impulso de llamarla para acostumbrarnos a que ya no contestará, […] se necesitan muchos días preguntándonos qué diría de algo sobre lo que, sabemos, tendría una opinión más certera que la nuestra para acostumbrarnos a que a partir de ahora deberá bastarnos con nuestro criterio, se necesitan muchos días mirando sus fotos para acostumbrarnos a que son las fotos de un muerto, […] se necesitan muchos días haciendo recuento de vivencias comunes para acostumbrarnos a que jamás se repetirán, a que sólo nos queda la memoria.

Tiempo de vida, Marcos Giralt Torrente

La última vez que escuché la voz de mi padre fue por teléfono y no le presté la atención que merecía. Nunca me lo he perdonado. Nunca me lo perdonaré. Es cierto que no podía saber que aquella vez sería la última, pero hay que tener muy poco conocimiento para decirle a tu padre que tienes que colgar porque el aceite de la sartén se está quemando. Quizá la persona que estaba conmigo en la cocina podría haberme ayudado. Quizá yo debería haber dejado que se quemara el puto aceite y la cocina y la casa entera para haber atendido la llamada como era debido. Quizá.

Dice Marcos Giralt Torrente en Tiempo de vida que creemos que el tiempo es mucho más laxo de lo que es, y que hay para todo, cuando en realidad no es así, y que ése es al fin y al cabo el error principal. Con venticuatro años yo creía que podía cambiar el mundo y disfrutar de mi padre, pero su muerte, repentina e injusta, me dio una buena hostia en la cara y me obligó a pensar sólo en cambiar el mundo y a hacerlo en las peores condiciones: sin referencias, perdido, desnortado. Ha escrito Giralt el libro que yo llevo más de un año tratando de escribir. Ha escrito Giralt el libro que yo llevo más de un año tratando de no escribir. Él ha cerrado el círculo y ha levantado acta. Yo no he sido capaz. Y mientras no lo haga sé que no podré escribir otra cosa. Giralt, sin embargo, le ha dado la vuelta: ha escrito otras cosas y después ha cerrado el círculo. Le felicito y le envidio.

Tengo un amigo, Juan, que acaba de ser padre. Y cuando coincido con él y con su pequeño hijo me gusta observar sus movimientos: examino cada uno de sus gestos y disfruto con las atenciones que le dedica al bebé, hasta el punto que sonrío cuando él deja escapar esa sonrisa de padre orgulloso y me preocupo cuando percibo su gesto de responsabilidad ante cualquier pequeña contrariedad. Ser padre me parece la tarea más difícil del mundo. El mío sólo pudo serlo venticuatro años. Es cierto: no hay tiempo para todo. Yo no quiero ser padre, pero cada día que pasa echo más de menos ser hijo, y además me da miedo no poder cerrar el círculo nunca. A veces soy capaz de escribir sobre ello. A veces no soy capaz de escribir sobre ello.





Soy un balón de rugby

13 06 2010

Nunca supe qué era la vida, ni nunca lo supo nadie. Cuando ya no esté en este mundo, no te acuerdes de mí. Acuérdate de que tienes el sol sobre tu cabeza y acuérdate de que los seres humanos no son gran cosa.

A un poeta futuro, Manuel Vilas.

Yo lo único que sé escribir es poesía de mierda, y por eso escribo y escribo cuando quiero que mi habitación huela a desechos. No me interesan las flores, me dan alergia, habría que acabar de una vez con todas las malditas flores: se terminan pudriendo igual que la mierda y encima beben de nuestro agua. Ya lo he decidido: no quiero conducir un escarabajo por tu vientre. El asfalto mojado es el mayor peligro al que nunca me he enfrentado y hace tiempo que gasté mis neumáticos de lluvia. Sé que es una excusa absurda para no dormir entre tus sucias piernas, pero no se me ocurre otra; antes que los neumáticos agoté las pocas ideas que me quedaban, y ahora lo único que sé es escribir poesía de mierda. Así huele todo, así sabe todo; así hueles y sabes tú. He pensado que soy un balón de rugby y que soy un tipo respetado en Francia. Menos que el magret de canard pero respetado. Soy un balón de rugby nervioso porque hoy es la víspera del trascendental partido entre el Toulouse y el Carcassonne. ¿Tú qué vas a entender? Ni un minuto antes del Fin del Mundo lo entenderías, y además ya no quiero explicártelo. No tengo tiempo, debo jugar un partido importantísimo. Soy un balón de rugby. Soy el mejor balón de rugby de la historia. Los periodistas deportivos lo saben. La afición lo sabe. Y tú no te das por enterada. Te haces la loca, como si no fueras aficionada a ese maravilloso deporte. Es despreciable lo que haces. Es despreciable, porque bastaría con un pequeño reconocimiento. Estoy a punto de vomitar. No; no estoy a punto; estoy vomitando. Estoy vomitando, por culpa de los nervios, el magret de canard de dieciocho euros que he comido este mediodía. Si alguien quiere comprobar cómo vomita un balón de rugby que venga rápidamente a mi habitación. No tiene pérdida: es la única de toda la residencia que huele a mierda. Y tú, sí: tú, mejor ni te acerques.





Robert Greene se escribe con K

3 06 2010

Alemania ha declarado la guerra a Rusia. —Tarde, escuela de natación.

De los Diarios de Franz Kafka, 2 de Agosto de 1914

Cuando Robert Greene me dijo que se le había terminado la paciencia, le miré con cierto desprecio y con un gesto acompasado de cabeza y hombros le hice ver que no me importaba. No había vuelto a decir absolutamente nada desde aquel verano de 1987 en el que desapareció de nuestras vidas, y me resultó muy violento escuchar de repente aquellas palabras vertidas por su boca de arena. Alguien tocaba en el piano de aquel bar un estándar de Thelonius Monk, y yo acababa de pedir mi tercer whisky con hielo. Miré a mi alrededor buscando consuelo, compañía o muerte y no hallé más que una mesa llena de borrachos que reían a carcajadas chistes de mal gusto sobre mujeres —y hombres, a veces— de vida desordenada.

Me levanté de modo violento como queriendo huir con decisión de aquella engorrosa situación, pero Robert Greene fue más rápido que yo y agarró con fuerza mi cuello con su mano derecha, una mano enorme, gigantesca, que terminó por impedir la circulación de la sangre en esa delicada zona del cuerpo, ese bendito lugar en el que viven y mueren las cuerdas vocales, responsables de los sonidos más bellos que se producen en el mundo. No me quedó más remedio que volverme a sentar en la misma mesa, en compañía de la misma persona, y sintiendo la misma perplejidad.

Conocí a Robert Greene una tarde en la biblioteca del Condado de Collingsworth, en Texas, cuando los dos buscábamos el mismo libro en la estantería que acogía a los autores cuyo apellido empezaba por K. No eran muchos, y los de la J y la H presionaban cada año por culpa de las nuevas adquisiciones. Sólo había un ejemplar de El castillo y yo lo había localizado primero; aún así —no sé por qué— acordamos repartirnos los cuatro días del préstamo: yo podría leerlo el lunes y el martes, y Robert Greene lo haría el miércoles y el jueves. Decidimos vernos ese mismo jueves en el Back Road Café para comentar el libro y devolverlo a la biblioteca evitándonos el recargo por día de retraso.

Siempre me habían interesado las obras inacabadas. Sobre todo si lo eran por el fallecimiento de sus autores. Me parecía algo excepcional: un libro sin terminar por culpa de la muerte del creador. No me despertaban la misma admiración las obras sin terminar por abandono del escritor. Esas me daban pena. Pensaba que debería existir un refugio para las obras que los escritores no concluyen porque se cansan, o se les terminan las ideas, o las cogen manía, o pierden valor, pero centrémonos en las obras inconclusas por defunción, en las obras publicadas a la muerte del autor, y que por tanto ya no pertenecen a su voluntad de escribir: exceden su muerte, que es sincrónica al hecho de dejar de escribir.

De todos los literatos de la historia, Franz Kafka era para mí el escritor de obras póstumas por excelencia. El proceso, El castillo o los Diarios son algunos ejemplos de las grandes contribuciones del hijo sin hijos más famoso de la literatura universal. ¿Hizo lo correcto Max Brod? Para algunos traicionó la última voluntad de su amigo —¿se puede traicionar a un muerto?—, para otros logró salvar de la destrucción algunas de las obras claves de la narrativa de este siglo. Yo le debo mucho a Max Brod, casi tanto como a Franz Kafka. ¿Le perdonará algún día? Ufff… ¡Y eso qué más da ahora!

Robert Greene clavaba sus ojos en el pianista y creía ver en él, en su virtuosidad, en su magia, en su humanidad, a Dany Boodman T. D. Lemon Novecento. Estuvo a punto de levantarse y preguntarle qué hacía allí y por qué había decidido por fin salir del barco, pero en ese instante la camarera llegó a nuestra mesa y nos preguntó qué íbamos a tomar. La miré y recordé una frase que escuché a una mujer de unos treinta años una bochornosa tarde de agosto en el metro de París, cuando iba camino de la parada de Saint-Sulpice: «Si quiero entrar a un bar y no tomar nada, ¿a quién molesto?»

En los intermedios musicales Robert Greene intercalaba miradas a sus zapatos y a los míos. Bebía un trago sobre otro. De vez en cuando encendía un cigarrillo rubio que paladeaba con gesto sincero de placer. Sólo cuando expulsaba el humo, levantaba la cabeza como queriendo dirigirlo hacia el techo del local contribuyendo así a una atmósfera demasiado cargada, casi agobiante. Abrí la boca, por fin, y le pregunté qué quería de mí. No respondió, le dio otro trago al whisky y con un par de caladas terminó el cigarro; representaba una indiferencia de manual que producía en mí un terrible desasosiego. Creo que incluso me daba cierto asco, pero esto no fui capaz casi ni de pensarlo.

Robert Greene nunca supo qué ocurrió aquella tarde en la que nos juntamos todos los seguidores de Kafka en casa de Helena Bernstein, aquella tarde gris de otoño impostado en la que Robert Greene —por causas sólo por él conocidas— faltó a la cita habitual que teníamos los amigos de Franz el primer domingo de cada mes. Quizá fuera eso lo que pretendía después de tantos años, que le contase los detalles de aquella reunión en la que sucedieron cosas de las que no quiero volver a hablar, no sé si por temor, pero al menos por prudencia. O quizá porque no tiene sentido y es peligroso mezclar universos paralelos. Aquel primer domingo de agosto de 1987 fue nuestro último primer domingo. Y Robert Greene lo sabía mejor que nadie.

Una mañana en la que la fuerte resaca no me había permitido levantarme de la cama, Helena Bernstein y George Barack se presentaron sin avisar en mi casa con intención de dar alguna explicación que nadie les había pedido. Bajé a abrir la puerta y me di de bruces con el pasado. El contacto de mi cuerpo con el viento helado hizo que me retorciera de dolor, un dolor amplificado por el inesperado encuentro, y esa mueca fue el recuerdo con el que se quedaron Helena Bernstein y George Barack cuando cerré de golpe y bruscamente la puerta de mi casa, sin decir hola, ni adiós, ni nada… ¿Qué esperaban esos malditos cabrones que dijera?

Nunca le conté a Robert Greene nada sobre aquella visita —ni siquiera aquella noche en la que me impidió huir agarrándome del cuello, en el bar donde tocaba aquel pianista que, según él, se parecía tanto a Dany Boodman T. D. Lemon Novecento. Nunca lo hice y lo cierto es que no me arrepiento. A pesar de que hubiera aportado algo de luz a todo aquello. Creo que hubiera servido para que entendiera parte del terrible jeroglífico en el que vivíamos desde nuestro encuentro fortuito —¿fortuito?— en aquella biblioteca de Collingsworth, en Texas.

Aquel último primer domingo no dormí en casa. Tomé una carretera secundaria, casi abandonada, y en ella busqué un lugar donde pasar la noche alejado de todo y de todos. Cuando ya me vencía el sueño vi a lo lejos unas luces rojas y blancas que anunciaban el Motel Delivery. Aparqué frente a la entrada y pedí en recepción una habitación con baño. La señora me miró con gesto desconfiado, me dio la llave con el número 28, y me dijo que estaba en la segunda planta justo al final del pasillo. Entré, me lavé las manos y la cara, me quité la ropa y traté de dormir para no pensar en nada. Pese a los continuos esfuerzos, no lo conseguí.

Robert Greene me miró fijamente durante más de treinta segundos, justo el tiempo que tardó el pianista en volver a resbalar sus dedos por el piano, con ensayada delicadeza, para obsequiarnos con otra canción de su repertorio de jazz. Me costó soportar su mirada, que mezclada con el silencio parecía el aguijón de una avispa bien alimentada. Me costó soportar su mirada, el esfuerzo me levantó un molesto dolor de cabeza, y terminé dibujando un rictus entre la rabia y el vómito. Él no quiso comprenderme, ni siquiera lo intentó. Rechazó todos mis argumentos, todos mis gestos, todas mis emociones. Él no quiso comprenderme. Quizá era lo esperado, pero no por ello dejó de dolerme un sólo segundo.

La tuberculosis pudo con Franz Kafka un martes de junio de 1924. Aquel día ningún tren llegó puntual a la estación de Praga y no se vendió una sola rosa en ninguna de las floristerías de Viena. Aquel día, a miles de kilómetros de allí, Robert Greene murió también sin haber nacido aún, y nosotros un poco con él. Aquel día nunca pudimos recuperar el aliento, ni siquiera al filo del miércoles. En realidad, nunca hubiéramos comprendido nada. El cielo ya nos quiso adelantar algo unos meses antes, pero no le hicimos caso —como tantas otras veces— y seguimos nuestro camino de grava y paciencia.

En sueños —nuevamente en sueños—, recuerdo aquel último primer domingo, me viene otra vez a la memoria y tengo que emplearme a fondo, resistir, mirar a todos los lados para no perder la perspectiva, escucho otra vez sus palabras con eco, como enlatadas, como si alguien hubiera querido conservarlas durante tantos años para que estuvieran perfectas para la ocasión, las escucho y lloro, me derrumbo, repaso mentalmente mi vida y muero, y aún así aquellas palabras enlatadas siguen rebotando con dolor contra las paredes de mi cerebro.

Estábamos comentando algo acerca de los Diarios, del sentimiento morboso que despierta leer las notas personales de un escritor, saber qué hizo tal día de un año concreto, qué pensaba, cómo se sentía, qué amaba, qué no amaba, si le dolía algo, por qué escribía tal cosa y no la otra… En ese momento de la reunión, pensábamos —y decíamos— que nos hubiera gustado hacerle algunos preguntas a Franz Kafka al respecto de sus Diarios, en realidad al respecto de tantas cosas; pero en ese instante estábamos centrados en su cuaderno de notas. Él se sentó a nuestro lado, en el sillón que estaba vació por la ausencia de Robert Greene y con la naturalidad de un muerto nos desveló —con un gesto en el rostro entre el espanto y la alegría— el motivo de su inesperada visita.

«Robert Greene se escribe con K», «Robert Green se escribe con K», «Robert Greene se escribe con K», nunca olvidaré aquella frase, que podría servir de resumen de lo que nos dijo aquel último primer domingo. Supongo que todos lo entendimos perfectamente, pero no puedo asegurarlo porque nunca más hablamos de ello. Yo decidí encargarme de complacer a nuestro invitado y hacer realidad su petición. Imploré al resto que no interviniesen, que lo olvidasen y que no me buscaran ni me llamaran nunca más. Helena Bernstein y George Barack cometieron el error de no hacerme caso y acabaron pagando por ello. Y todos, un poco, con ellos. Sobre todo Robert Greene.

Apresurado y nervioso, a la mañana siguiente, molido por haber dormido en una incómoda y desconocida cama, volví a la biblioteca del Condado de Collingsworth, en Texas, a buscar nuevamente El castillo. Allí estaba, en la misma estantería, compartiendo espacio con El proceso, Cartas a Milena, La Metamorfosis y Cartas al Padre. Me acomodé en una de las mesas habilitadas para la lectura, porque temía lo peor y no quería comprobarlo de pie. Abrí el libro por la última página y un grito inhumano salió de mis entrañas. Nadie pudo escucharme, porque nadie había en aquella sala, pero puedo jurar que aquel sonido no pertenecía a este mundo. Unos segundos más tarde logré reponerme y atiné a leer en voz alta con un tono solemne, como queriendo dar fe de lo que allí estaba escrito:

«La habitación de la cabaña de Gerstäcker estaba solo mortecinamente iluminada por el fuego del hogar y por un cabo de vela, a cuya luz alguien, curvado en un hueco bajo las vigas del tejado que allí sobresalían torcidas, leía un libro. Era la madre de Gerstäcker. Tendió a K. una mano temblorosa y lo hizo sentarse a su lado; hablaba con dificultad, era difícil comprenderla, pero lo que dijo le resultó absolutamente revelador. Cogió sus escasas pertenencias, es decir: nada, y se puso a caminar sin rumbo, con la única idea cristalina de alejarse lo más posible de allí, quizá a otro mundo, tal vez refugiándose en algún sueño ajeno, o acaso, y esto es lo más probable, terminaría yendo a nadar»

Nota.- Este relato lo escribí en noviembre de 2008 (me resulta curioso comprobar con qué solemnidad escribía entonces), y lo publico hoy, día 3 de junio, para recordar el aniversario de la muerte del gran Franz Kafka.





Chigrinsky my love

1 06 2010

CEMENTERIO DEL ESTE

―Viendo ahí, tan frío, a mi Paco muerto, tengo más claro que nunca que lo mejor del amor son las reconciliaciones.

Vicente Luis Mora, en Circular 07 Las afueras

Desesperar. Morir. Desesperar. Morir de espera. Desesperar. Pasar. Aborrecer.

No tener miedo a los gusanos. Esa es la diferencia entre un muerto razonable y otro que no lo es. He visto colas de muertos en el supermercado de la esquina ―un Lupa― en busca del antigusanos eléctrico. Fácil de usar. Se conecta a un enchufe y esos asquerosos bichos son historia. Han colocado un punto de electricidad en la zona de los nichos. Es su única ventaja con respecto a las tumbas. Los panteones familiares, como es lógico, no sufren la plaga. Su solemnidad está a salvo de pequeñas criaturas descomponedoras de carne humana. Además, hay dos mil cadáveres embalsamados en perfecta conservación gracias a la técnica Lenin. El enterrador municipal, Chigrinsky, la aprendió en su destierro siberiano. Le recomendaron el traslado al Marco Incomparable porque la sal cura las heridas. Nunca sabrá que no funciona con las revolucionarias. Hay miedo al comunismo en la zona este del cementerio. Allí, los apellidos ilustres defienden con su vida la bandera rojigualda. Sus direcciones de correo electrónico, con el límite de almacenamiento superado hace tiempo, han devuelto todos los argumentarios enviados por la FAES: desastre.

Chigrinsky se ha adaptado a la vida en el Marco Incomparable. Es feliz. No le falta de nada: muertos, vino peleón y putas senegalesas de dos euros la mamada. En la última carta que escribió a su casa les contaba a sus padres, ya muy mayores, que renunciaba a la revolución, porque la revolución es un asunto de vivos. Nadie en su pueblo supo descifrar el mensaje, tampoco importó, siguieron sufriendo el frío y mirando al horizonte con gesto serio. En la carta les ocultó lo más importante: está enamorado. Sus padres nunca lo sabrán porque murieron, a los pocos días, en una escaramuza entre las tropas soviéticas y un grupo de extrema izquierda, autodenominado Guevara Soviet, muy activo en el entorno de Vladivostok.

Volvamos al amor y dejemos los muertos, que los muertos sólo interesan a las funerarias y a los vendedores de seguros de vida. Volvamos al enamoramiento de Chigrinsky. Fue repentino. Un shock. Cupido hardcore. Ahora sufre, porque lo único que puede hacer es pajearse hasta el desmayo pensando en ella. Lo hace en el cementerio, porque allí es dónde la vio por primera vez, y donde sueña con poseerla algún día, en un hueco propicio para el sexo que hay en el panteón de la Familia Botín. A estas alturas, todo el mundo sabe ya quién es ella, porque la noticia ha corrido como la pólvora por todos los perfiles de Facebook del Marco Incomparable, especialmente por los de los miembros y miembras (narración típica socialdemócrata) de la Corporación. Ella es la concejala de Cementerios, su jefa: Dolores de la Serna. Conocida por ir siempre a la última moda y dejarse ver en los saraos más cool, llegando a ser, recientemente, la estrella invitada de la inauguración de la nueva tienda de Percha en el Paseo Pereda. Dolores de la Serna. Chigrinsky escucha ese nombre y pierde hasta su carné de enterrador. Chigrinsky ya ha planeado la manera en que consumará el esperado acto amororoso (sexual, básicamente) con la ilustrísima concejala y primera teniente de alcalde. Será muy prudente, porque no quiere estropearlo todo. Debe esperar, así que es sólo cuestión de tiempo, paciencia, autocontrol y muchas pajas.

Chigrinsky guarda en el bolsillo derecho de su pantalón de faena el recorte de El Diario Montañés en el que se informa sobre el programa de visitas al cementerio organizado por el Ayuntamiento. Ni se detiene a pensar si eso le parecerá bien a los muertos. No le importa. Sólo sabe que ella vendrá muy pronto. Duda un instante si estará cumpliendo el código deontológico del Colegio de Enterradores, pero sólo es un instante, un instante absurdo, cree Chigrinsky, porque enseguida saca el recorte de prensa de su bolsillo y la ve a ella y se le olvida todo, y tiene una erección de caballo, y sabe que no puede seguir así mucho tiempo. A primera hora de esta mañana han llegado doce nuevos cadáveres, y Chigrinsky ha pensando en el día en que Dolores de la Serna, loca por sus fríos huesos, le ayude a poner en marcha su propia funeraria, y acabe con el monopolio de Nereo Hnos. Chigrinsky ha pensando en el día en que el libre mercado y el tráfico de influencias lleguen al negocio de los muertos. Chigrinsky ha pensado tanto en ese día que ha terminado creyendo que quizá sólo quiera a Dolores de la Serna por el interés, pero ha vuelto a mirar la foto del periódico y su picha le ha dicho con un gesto muy característico que está equivocado.

Narración en riguroso directo: Suena el teléfono en el cuartucho maloliente que sirve de oficina a Chigrinsky ―hace una semana, debido a los últimos recortes por la crisis económica, el Ayuntamiento despidió a la administrativa, al jefe del negociado de incineraciones y al responsable de prensa, y nuestro enterrador se quedó al frente del cementerio―, responde con un diga interrumpido por un ataque de tos, piensa que debe dejar de fumar y mientras lo hace no presta atención a las palabras que vienen del otro lado de la línea telefónica, hasta que una de ellas le revuelve el estómago, le cambia la vida: Es el jefe de protocolo del Ayuntamiento que le anuncia la suspensión del programa de visitas al cementerio por ajustes presupuestarios, y entonces Chigrinsky le insulta como nunca había insultado a nadie y de paso insulta también al Alcalde y a la madre del Alcalde, Chigrinsky pierde la cabeza y el control sobre sí mismo y sabe que va a hacer una locura, el jefe de protocolo ya ha colgado, pero él sigue gritando y ahora lo hace aún más fuerte y en ruso, por lo que un narrador castellanoparlante como yo se ve imposibilitado para reproducir lo que dice, así que decido que vuelva a la lengua de Cervantes y entonces, ya abatido, se le escucha pronunciar el nombre de Dolores de la Serna diez o doce veces seguidas hasta que su voz termina apagándose igual que un día se apagaron sus deseos de revolución. Chigrinsky sabe que ha perdido su gran oportunidad en la vida, y decide que esta noche ahogará sus penas en vino peleón y putas senegalesas de dos euros la mamada. Antes, echa una buena meada en el hueco propicio para el sexo que hay en el panteón de la Familia Botín.