Alemania ha declarado la guerra a Rusia. —Tarde, escuela de natación.
De los Diarios de Franz Kafka, 2 de Agosto de 1914
Cuando Robert Greene me dijo que se le había terminado la paciencia, le miré con cierto desprecio y con un gesto acompasado de cabeza y hombros le hice ver que no me importaba. No había vuelto a decir absolutamente nada desde aquel verano de 1987 en el que desapareció de nuestras vidas, y me resultó muy violento escuchar de repente aquellas palabras vertidas por su boca de arena. Alguien tocaba en el piano de aquel bar un estándar de Thelonius Monk, y yo acababa de pedir mi tercer whisky con hielo. Miré a mi alrededor buscando consuelo, compañía o muerte y no hallé más que una mesa llena de borrachos que reían a carcajadas chistes de mal gusto sobre mujeres —y hombres, a veces— de vida desordenada.
Me levanté de modo violento como queriendo huir con decisión de aquella engorrosa situación, pero Robert Greene fue más rápido que yo y agarró con fuerza mi cuello con su mano derecha, una mano enorme, gigantesca, que terminó por impedir la circulación de la sangre en esa delicada zona del cuerpo, ese bendito lugar en el que viven y mueren las cuerdas vocales, responsables de los sonidos más bellos que se producen en el mundo. No me quedó más remedio que volverme a sentar en la misma mesa, en compañía de la misma persona, y sintiendo la misma perplejidad.
Conocí a Robert Greene una tarde en la biblioteca del Condado de Collingsworth, en Texas, cuando los dos buscábamos el mismo libro en la estantería que acogía a los autores cuyo apellido empezaba por K. No eran muchos, y los de la J y la H presionaban cada año por culpa de las nuevas adquisiciones. Sólo había un ejemplar de El castillo y yo lo había localizado primero; aún así —no sé por qué— acordamos repartirnos los cuatro días del préstamo: yo podría leerlo el lunes y el martes, y Robert Greene lo haría el miércoles y el jueves. Decidimos vernos ese mismo jueves en el Back Road Café para comentar el libro y devolverlo a la biblioteca evitándonos el recargo por día de retraso.
Siempre me habían interesado las obras inacabadas. Sobre todo si lo eran por el fallecimiento de sus autores. Me parecía algo excepcional: un libro sin terminar por culpa de la muerte del creador. No me despertaban la misma admiración las obras sin terminar por abandono del escritor. Esas me daban pena. Pensaba que debería existir un refugio para las obras que los escritores no concluyen porque se cansan, o se les terminan las ideas, o las cogen manía, o pierden valor, pero centrémonos en las obras inconclusas por defunción, en las obras publicadas a la muerte del autor, y que por tanto ya no pertenecen a su voluntad de escribir: exceden su muerte, que es sincrónica al hecho de dejar de escribir.
De todos los literatos de la historia, Franz Kafka era para mí el escritor de obras póstumas por excelencia. El proceso, El castillo o los Diarios son algunos ejemplos de las grandes contribuciones del hijo sin hijos más famoso de la literatura universal. ¿Hizo lo correcto Max Brod? Para algunos traicionó la última voluntad de su amigo —¿se puede traicionar a un muerto?—, para otros logró salvar de la destrucción algunas de las obras claves de la narrativa de este siglo. Yo le debo mucho a Max Brod, casi tanto como a Franz Kafka. ¿Le perdonará algún día? Ufff… ¡Y eso qué más da ahora!
Robert Greene clavaba sus ojos en el pianista y creía ver en él, en su virtuosidad, en su magia, en su humanidad, a Dany Boodman T. D. Lemon Novecento. Estuvo a punto de levantarse y preguntarle qué hacía allí y por qué había decidido por fin salir del barco, pero en ese instante la camarera llegó a nuestra mesa y nos preguntó qué íbamos a tomar. La miré y recordé una frase que escuché a una mujer de unos treinta años una bochornosa tarde de agosto en el metro de París, cuando iba camino de la parada de Saint-Sulpice: «Si quiero entrar a un bar y no tomar nada, ¿a quién molesto?»
En los intermedios musicales Robert Greene intercalaba miradas a sus zapatos y a los míos. Bebía un trago sobre otro. De vez en cuando encendía un cigarrillo rubio que paladeaba con gesto sincero de placer. Sólo cuando expulsaba el humo, levantaba la cabeza como queriendo dirigirlo hacia el techo del local contribuyendo así a una atmósfera demasiado cargada, casi agobiante. Abrí la boca, por fin, y le pregunté qué quería de mí. No respondió, le dio otro trago al whisky y con un par de caladas terminó el cigarro; representaba una indiferencia de manual que producía en mí un terrible desasosiego. Creo que incluso me daba cierto asco, pero esto no fui capaz casi ni de pensarlo.
Robert Greene nunca supo qué ocurrió aquella tarde en la que nos juntamos todos los seguidores de Kafka en casa de Helena Bernstein, aquella tarde gris de otoño impostado en la que Robert Greene —por causas sólo por él conocidas— faltó a la cita habitual que teníamos los amigos de Franz el primer domingo de cada mes. Quizá fuera eso lo que pretendía después de tantos años, que le contase los detalles de aquella reunión en la que sucedieron cosas de las que no quiero volver a hablar, no sé si por temor, pero al menos por prudencia. O quizá porque no tiene sentido y es peligroso mezclar universos paralelos. Aquel primer domingo de agosto de 1987 fue nuestro último primer domingo. Y Robert Greene lo sabía mejor que nadie.
Una mañana en la que la fuerte resaca no me había permitido levantarme de la cama, Helena Bernstein y George Barack se presentaron sin avisar en mi casa con intención de dar alguna explicación que nadie les había pedido. Bajé a abrir la puerta y me di de bruces con el pasado. El contacto de mi cuerpo con el viento helado hizo que me retorciera de dolor, un dolor amplificado por el inesperado encuentro, y esa mueca fue el recuerdo con el que se quedaron Helena Bernstein y George Barack cuando cerré de golpe y bruscamente la puerta de mi casa, sin decir hola, ni adiós, ni nada… ¿Qué esperaban esos malditos cabrones que dijera?
Nunca le conté a Robert Greene nada sobre aquella visita —ni siquiera aquella noche en la que me impidió huir agarrándome del cuello, en el bar donde tocaba aquel pianista que, según él, se parecía tanto a Dany Boodman T. D. Lemon Novecento. Nunca lo hice y lo cierto es que no me arrepiento. A pesar de que hubiera aportado algo de luz a todo aquello. Creo que hubiera servido para que entendiera parte del terrible jeroglífico en el que vivíamos desde nuestro encuentro fortuito —¿fortuito?— en aquella biblioteca de Collingsworth, en Texas.
Aquel último primer domingo no dormí en casa. Tomé una carretera secundaria, casi abandonada, y en ella busqué un lugar donde pasar la noche alejado de todo y de todos. Cuando ya me vencía el sueño vi a lo lejos unas luces rojas y blancas que anunciaban el Motel Delivery. Aparqué frente a la entrada y pedí en recepción una habitación con baño. La señora me miró con gesto desconfiado, me dio la llave con el número 28, y me dijo que estaba en la segunda planta justo al final del pasillo. Entré, me lavé las manos y la cara, me quité la ropa y traté de dormir para no pensar en nada. Pese a los continuos esfuerzos, no lo conseguí.
Robert Greene me miró fijamente durante más de treinta segundos, justo el tiempo que tardó el pianista en volver a resbalar sus dedos por el piano, con ensayada delicadeza, para obsequiarnos con otra canción de su repertorio de jazz. Me costó soportar su mirada, que mezclada con el silencio parecía el aguijón de una avispa bien alimentada. Me costó soportar su mirada, el esfuerzo me levantó un molesto dolor de cabeza, y terminé dibujando un rictus entre la rabia y el vómito. Él no quiso comprenderme, ni siquiera lo intentó. Rechazó todos mis argumentos, todos mis gestos, todas mis emociones. Él no quiso comprenderme. Quizá era lo esperado, pero no por ello dejó de dolerme un sólo segundo.
La tuberculosis pudo con Franz Kafka un martes de junio de 1924. Aquel día ningún tren llegó puntual a la estación de Praga y no se vendió una sola rosa en ninguna de las floristerías de Viena. Aquel día, a miles de kilómetros de allí, Robert Greene murió también sin haber nacido aún, y nosotros un poco con él. Aquel día nunca pudimos recuperar el aliento, ni siquiera al filo del miércoles. En realidad, nunca hubiéramos comprendido nada. El cielo ya nos quiso adelantar algo unos meses antes, pero no le hicimos caso —como tantas otras veces— y seguimos nuestro camino de grava y paciencia.
En sueños —nuevamente en sueños—, recuerdo aquel último primer domingo, me viene otra vez a la memoria y tengo que emplearme a fondo, resistir, mirar a todos los lados para no perder la perspectiva, escucho otra vez sus palabras con eco, como enlatadas, como si alguien hubiera querido conservarlas durante tantos años para que estuvieran perfectas para la ocasión, las escucho y lloro, me derrumbo, repaso mentalmente mi vida y muero, y aún así aquellas palabras enlatadas siguen rebotando con dolor contra las paredes de mi cerebro.
Estábamos comentando algo acerca de los Diarios, del sentimiento morboso que despierta leer las notas personales de un escritor, saber qué hizo tal día de un año concreto, qué pensaba, cómo se sentía, qué amaba, qué no amaba, si le dolía algo, por qué escribía tal cosa y no la otra… En ese momento de la reunión, pensábamos —y decíamos— que nos hubiera gustado hacerle algunos preguntas a Franz Kafka al respecto de sus Diarios, en realidad al respecto de tantas cosas; pero en ese instante estábamos centrados en su cuaderno de notas. Él se sentó a nuestro lado, en el sillón que estaba vació por la ausencia de Robert Greene y con la naturalidad de un muerto nos desveló —con un gesto en el rostro entre el espanto y la alegría— el motivo de su inesperada visita.
«Robert Greene se escribe con K», «Robert Green se escribe con K», «Robert Greene se escribe con K», nunca olvidaré aquella frase, que podría servir de resumen de lo que nos dijo aquel último primer domingo. Supongo que todos lo entendimos perfectamente, pero no puedo asegurarlo porque nunca más hablamos de ello. Yo decidí encargarme de complacer a nuestro invitado y hacer realidad su petición. Imploré al resto que no interviniesen, que lo olvidasen y que no me buscaran ni me llamaran nunca más. Helena Bernstein y George Barack cometieron el error de no hacerme caso y acabaron pagando por ello. Y todos, un poco, con ellos. Sobre todo Robert Greene.
Apresurado y nervioso, a la mañana siguiente, molido por haber dormido en una incómoda y desconocida cama, volví a la biblioteca del Condado de Collingsworth, en Texas, a buscar nuevamente El castillo. Allí estaba, en la misma estantería, compartiendo espacio con El proceso, Cartas a Milena, La Metamorfosis y Cartas al Padre. Me acomodé en una de las mesas habilitadas para la lectura, porque temía lo peor y no quería comprobarlo de pie. Abrí el libro por la última página y un grito inhumano salió de mis entrañas. Nadie pudo escucharme, porque nadie había en aquella sala, pero puedo jurar que aquel sonido no pertenecía a este mundo. Unos segundos más tarde logré reponerme y atiné a leer en voz alta con un tono solemne, como queriendo dar fe de lo que allí estaba escrito:
«La habitación de la cabaña de Gerstäcker estaba solo mortecinamente iluminada por el fuego del hogar y por un cabo de vela, a cuya luz alguien, curvado en un hueco bajo las vigas del tejado que allí sobresalían torcidas, leía un libro. Era la madre de Gerstäcker. Tendió a K. una mano temblorosa y lo hizo sentarse a su lado; hablaba con dificultad, era difícil comprenderla, pero lo que dijo le resultó absolutamente revelador. Cogió sus escasas pertenencias, es decir: nada, y se puso a caminar sin rumbo, con la única idea cristalina de alejarse lo más posible de allí, quizá a otro mundo, tal vez refugiándose en algún sueño ajeno, o acaso, y esto es lo más probable, terminaría yendo a nadar»
Nota.- Este relato lo escribí en noviembre de 2008 (me resulta curioso comprobar con qué solemnidad escribía entonces), y lo publico hoy, día 3 de junio, para recordar el aniversario de la muerte del gran Franz Kafka.